Cuando mi
padre falleció, mi hermano y yo discutimos por el trono que heredamos. Ambos
queríamos tener el poder del reino, pero él no lo merecía, iba a destrozar todo
aquello que mi papá había construido. En cambio yo quería que el reino siguiera
siendo el mismo de siempre.
Mi madre estaba muy enferma y demasiado
dolida por la muerte de mi padre, como para ocuparse del tema. Detestaba la
idea de que sus hijos se enfrentaran por un pequeño reino, en cambio yo
necesitaba gobernar y seguir viendo a los habitantes en buen estado por el
pedido que me había hecho mi padre antes de morir.
Simón (mi hermano) tenía la idea de gobernar
para obtener mucho dinero, y realizar cambios que pensaba que mi padre debía
haber hecho. Uno de esos cambios era hacer que los habitantes pagasen tributo a
su gobernante, que todas las mujeres trabajasen para él.
Tras ver a mi madre en tal mal estado por
nuestra culpa, decidí apartarme de ese problema y dejar a mi hermano con todo
el poder que algún día fuera de mi padre y que tanto amo. Unos años después me
mudé del país con mí querida esposa y mi hijo, por miedo a que mi hermano nos
hiciera alguna maldad.